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Un respiro a la vez: Luchando por sobrevivir dentro del hospital COVID-19 más ocupado de Filadelfia

(Tim Tai/The Inquirer)

Nota de la editora: Este artículo fue originalmente publicado en inglés por Lisa Gartner para The Inquirer. Fue traducido por Diana Cristancho y editado por Zari Tarazona y Siani Colón para Kensington Voice.

Aquí, donde se mantienen los pacientes críticos con COVID-19, es callado. No hay familias hablando entre ellos; no se permiten visitantes. No hay televisores sintonizados a programas de entrevistas durante el día; los pacientes están inconscientes, los ojos cerrados bajo una trenza suelta de tubos. Los tubos amarillos alimentan a los pacientes; los tubos azules los mantienen calientes. Los tubos transparentes son para respirar, lo que los mantiene vivos.

El personal también está aquí, en el Esther K. Boyer Pavilion de Temple University Hospital. También están callados, escuchando el ruido mecánico de los respiradores. Hablan para pedir un hisopo con alcohol o un número de teléfono para los familiares del paciente. Un enfermero llamado Frank Evans abre la puerta de la habitación de un paciente al final del pasillo.

“Voy a Facetime tu nieto”, dice Evans. Están parando el tratamiento para este paciente. No va a sobrevivir. Evans alcanza detrás de su espalda para las tiras de la bata amarilla que debe usar alrededor de los pacientes más enfermos. Su frente está cubierta con un pañuelo estampado con Gritty, su nariz y boca con una máscara. Todo lo que puede ver son sus ojos. Parpadean detrás de un escudo de plástico.

Siete personas han muerto del COVID-19 en Boyer desde que Temple convirtió el edificio en su hospital del coronavirus el mes pasado, y el 7 de abril, otro persona murió. Pero 85 personas se han recuperado. Ahora 161 pacientes, todos confirmados o presuntos positivos para el coronavirus, esperan en el extraño silencio para averiguar si ellos, también, saldrán.

Más pacientes del COVID-19 han pasado por el edificio de Boyer de Temple que cualquier otro hospital en Filadelfia, la mayoría viniendo de los barrios pobres que rodean Boyer. Muchos de ellos son negros o latinos, algunos no pueden describir sus síntomas en inglés. Cuarenta pacientes el 7 de abril estaban en cuidados críticos, con 25 en respiradores.

Hace menos de dos meses, Boyer era un edificio de oficinas para departamentos como cardiología, neurología y cirugía, conectado al edificio del hospital por un puente cubierto. Los pacientes venían a Boyer para ver a sus médicos para los exámenes de rutina después de operaciones de hernia y procedimientos cardíacos. En marzo, Temple reorganizó el edificio como su hospital del coronavirus. Ahora las sillas de esas salas de espera están amontonadas boca abajo una encima de la otra en los pasillos.

Las mesas de examen y otros muebles están guardados temporalmente en un vestíbulo después de que las salas de examen se convirtieron en una unidad improvisada para pacientes con COVID-19 en el Boyer Pavilion del Temple University Hospital. (Tim Tai/The Inquirer)

Cuando el virus comenzó a sobrecargar a los hospitales en Seattle, luego Nueva York, Amy Goldberg, directora de cirugía de Temple, y Claire Raab, directora médica asociada, caminaron por los siete pisos de Boyer para determinar cómo convertir 85 consultorios médicos en camas para pacientes con COVID. “Uno pensaría que podría simplemente apretar  un botón y es un hospital”, dice Goldberg.

No se puede. Las camas típicas del hospital no caben a través de las entradas de estas habitaciones, por lo que los pacientes duermen en camillas. Las enfermeras necesitan poder ver adentro, así que las puertas de madera se abrieron y se reemplazaron con láminas transparentes. No hay botones de llamada, por lo que cada paciente recibe un celular plegable programado con los números de celular de las enfermeras. Los monitores de estas habitaciones no están conectados para alertar al personal si los signos vitales de un paciente se estrellan, entonces las pantallas deben colocarse delante de las ventanas, algunas sentadas en sillas y apoyadas con almohadas de cama.

En sus pisos superiores, Boyer ya tenía un poco espacio equipado para cuidados críticos. Aquí, los pacientes duermen dos a una habitación detrás de puertas correderas de vidrio. Si no fuera por la pandemia, dice Raab, dos personas infectadas nunca estarían tan juntas. Pero hace mucho tiempo, este edificio era un hospital pediátrico, y con dos conexiones para respiradores, uno no puede desperdiciarse. “Estamos haciendo muchas cosas que normalmente no haríamos antes”, dice ella. “Nunca piensas que vas a llamar por FaceTime a las familias de las personas para despedirse”.

Lo que solía ser el vestíbulo del Temple Heart and Vascular Institute se ha convertido en espacio de tratamiento para pacientes con COVID-19. (Tim Tai/The Inquirer)

Para estas habitaciones dobles, cada paciente está marcado como “A” y “B”, pero también “puerta” y “ventana”. No se puede permitir confusiones. Un letrero de papel dice “ALERTA DE NOMBRE”, lo que significa que hay un paciente con un nombre similar en el ala del hospital. Porque son difíciles de identificar bajo su equipo de pies a cabeza, los enfermeros han escrito sus propios nombres a través de sus protectores faciales.

Felicia Nemick, una enfermera con ojos azules brillantes entre un pañuelo y una máscara, espera afuera de una habitación donde otra enfermera está tomando la temperatura de un paciente. Ella llama a Nemick por un hisopo con alcohol, su voz silenciada a través de la pared. Nemick lo pasa por una puerta abierta sólo un poco.

Aquí, como en cualquier otra ciudad afectada duramente, pocas cosas están tan escasas como el equipo de protección personal o EPP. Los clínicos entran en las habitaciones de pacientes positivos con COVID vestidos con batas, máscaras, gafas y guantes. Hacer lo contrario sería arriesgarse a la infección. Salir de la habitación es cambiarse de ropa.

Nemick explica cómo las enfermeras y los médicos ahora “atienden en grupos”, haciendo todo lo posible, pastillas, inyecciones, controles de temperatura, cada vez que entran en una habitación. “No podemos entregar medicamentos a todas horas del día”, dice Nemick. “Desperdiciaría demasiado EPP”.

La enfermera y el resto de este equipo de cuidados críticos se están adaptando a las nuevas tareas en un nuevo espacio. Así como el edificio había sido readaptado, también los médicos. Los médicos que normalmente no estarían involucrados en cuidados críticos están tratando a pacientes con COVID en equipos de tres. Por lo tanto, un urólogo o un cirujano de trauma podría trabajar con un hospitalista (médico de medicina interna) y con un neumólogo, que se especializa en pulmones y enfermedades respiratorias.

“Si nos limitemos a las típicas descripciones de puestos”, dice Raab, “no podríamos hacerlo”. No habría suficiente personal. Cada equipo trabaja cuatro días de turnos de ocho horas. Los turnos serían más largos, dicen los médicos, si el trabajo no fuera tan difícil.

Al preguntarle cómo ha sido su día, Gerard Criner dice: “Todos son iguales”.

“Hay mucho trabajo por hacer”, dice el director del Temple Lung Center y presidente y profesor de medicina torácica y cirugía. “Hay un montón de gente enferma”. Un hombre rueda un recipiente rojo de desechos médicos infecciosos por delante de él.

El médico cree que el número de nuevas infecciones por COVID en Filadelfia alcanzó su punto máximo el fin de semana pasado, seguido en orden rápido por el pico de las hospitalizaciones. Dos veces al día, Criner reúne a los 30 equipos de tratamiento en una habitación y saca los expedientes médicos de los pacientes con COVID en Temple. Él revisa sus síntomas, buscando signos que podrían hacer bien en un ensayo clínico.

La enfermera Felicia Nemick (segunda de la derecha) se pone una bata mientras se prepara para trasladar a un paciente de una habitación a otra dentro de una unidad de cuidados intensivos para COVID-19 en el Boyer Pavilion del Temple University Hospital. (Tim Tai/The Inquirer)

Criner dice que ha estado hablando durante meses con colegas en Wuhan, la ciudad en China en el epicentro de la pandemia. Él dice que estas personas “nos dijeron lo que teníamos que hacer”: Mantener ascensores y pasillos separados para el tratamiento de COVID. Usar tomografías computarizadas de los pulmones para identificar a los pacientes que probablemente tengan el virus. Probar medicamentos que hayan ayudado a los pacientes con artritis reumatoide. Para cada área de tratamiento, evitar la contaminación con una entrada y salida separadas.

“SÓLO ENTRADA”, dice un letrero pegado a una pared hecho de cartón blanco de alta calidad y mantenido junto con cinta adhesiva de color rojo cereza. “No lo sople”, dice Goldberg. Esta es la partición de lo que solía ser la sala de entrada de Boyer, un espacio soleado con un restaurante. Ahora es un piso abierto con 21 camas y sillones reclinables para los pacientes con COVID en el mejor condición: aquellos que todavía pueden respirar solos.

Estos pacientes también pueden comer, pero la mayoría de ellos no lo hacen, dejando restos de sopa roja y pollo. En una cama en la esquina, una mujer tose con tanta fuerza y ​​persistencia en su máscara que no puede agarrar a un suéter gris colgando del borde de la cama. Una enfermera la ayuda a ponerlo en una almohada debajo de su cabeza, y luego le da a la mujer un inhalador amarillo. Ella lo sacude, e inhala profundamente.

Tos, respiración con dificultad, el ruido plástico de las bandejas de comida que se llevan: estos son los sonidos del piso de abajo, donde la esperanza es la mayor. Muchos de estos pacientes se irán a casa sin estar muy sedados e intubados con ese tubo transparente en la garganta.

Arriba, los pacientes que aún esperan los resultados de sus pruebas tienen habitaciones para sí mismos, en la posibilidad de que no estén infectados. Antes era normal tener su propia habitación; en estos tiempos nuevos y extraños, es una tensión en el espacio.

Un trabajador médico trabaja dentro de una habitación de paciente en una unidad de cuidados intensivos para COVID-19 en el Temple University Hospital. (Tim Tai/The Inquirer)

Ahora, otro enfermero jala a Nemick a una esquina. “Ella es positiva”, él dice. “¿Ella es?” “Ella acaba de probar positiva”. Han estado esperando los resultados de la prueba de un paciente. Ahora que se confirma que tiene el coronavirus, otra paciente positivo compartirá una habitación con ella.

Nemick se pone la bata fina amarilla sobre su cabeza y la ata alrededor de su cintura. Necesitan mover a la paciente. Ella ajusta su máscara N95 y se pone guantes nuevos. Esta paciente está conectada a un respirador, y si un tubo se suelta en el transporte, las piezas invisibles del virus lloverán por el aire.

El enfermero despeja el pasillo.

Todo se queda en silencio.

Nota del editor: La pandemia del coronavirus a menudo se ha llamado una guerra, y los trabajadores de la salud son sus tropas de primera línea. Sin embargo, las escenas de las zonas de batalla han sido limitadas. La semana pasada, los funcionarios del Temple University Hospital permitieron a los periodistas de Inquirer Lisa Gartner, Lauren Schneiderman y Tim Tai, recorrer la instalación del hospital especialmente adaptada para COVID-19, siempre y cuando respetemos todos los protocolos de confidencialidad y seguridad del paciente. Esta historia, fotografías y video fueron producidos en ese recorrido el 7 de abril.


Traductora: Diana Cristancho / Editora: Zari Tarazona, Siani Colón / Diseñadora: Jillian Bauer-Reese

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